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Matías Walker: La historia contada a través de sus grandes descubrimientos

Matías Walker: La historia contada a través de sus grandes descubrimientos
Por: Matías Walker C.

Hay momentos en la historia, en el desarrollo o desenvolvimiento de esta raza extraña y difícil en este insólito y extravagante planeta, en que ciertos descubrimientos cambian completamente la forma de vivir y de pensar de un grupo o de una sociedad, en alguna parte no determinada, y que pareciera que quedan para siempre, que

Hay momentos en la historia, en el desarrollo o desenvolvimiento de esta raza extraña y difícil en este insólito y extravagante planeta, en que ciertos descubrimientos cambian completamente la forma de vivir y de pensar de un grupo o de una sociedad, en alguna parte no determinada, y que pareciera que quedan para siempre, que no hay vuelta atrás, aún cuando ese cambio tenga consecuencias terribles, aún cuando ese cambio tenga costos para todos los miembros de ese grupo o sociedad, y que todos ellos tienen que asumir según los cálculos que se hagan, que en general son optimistas, pero que en verdad solo con el tiempo se pueden medir con más exactitud.
Quizás la palabra descubrimiento sea confusa, porque distintos seres humanos, en distintas épocas y en distintos lugares, sin saber unos de otros, sin comunicación alguna, llegan a la misma conclusión, al mismo “descubrimiento”, casi como si estuviéramos predestinados a ello, casi como si estuviera escrito previamente en nuestro código genético, casi como si “algo” –probablemente seamos nosotros mismos– nos empujara irremediablemente hacia allá. Y cambiamos rotundamente, es decir: a partir de este hallazgo o invento o revelación, adoptamos una nueva forma de vivir y una nueva forma de pensar.

Uno de estos “descubrimientos”, quizás el primero, fue la agricultura y la ganadería; el arado, la siembra y la domesticación, que surgió o se reveló en distintas partes del planeta y en distintas épocas, que cambió nuestro estilo de vida nómada, trashumante, cazador y recolector, e individual y autónomo, por una vida en comunidad, sedentaria, asentada en casas permanentes, dedicada a trabajar la tierra, a cosechar, a pastorear animales, y que impuso, entonces, la necesidad de pensar en el bienestar general, en el beneficio y los intereses de la totalidad del grupo o sociedad, además de los personales e individuales.

Otro, por ejemplo, es el “descubrimiento” del concepto o de la idea de propiedad privada y, a partir de ahí, la adopción de un sistema que podríamos llamar señorial o feudal o de encomienda o aristocrático: En distintas partes del mundo y en distintas épocas, “grandes señores” se apropiaron de grandes porciones de suelo en virtud de ciertas capacidades distintas a las de la mayoría (en general atléticas y beligerantes en un principio) y generaron, para sí mismos, riqueza, bienestar material y lujo, pero también, para todos, seguridad y defensa y, junto a artesanos y siervos, levantaron grandes construcciones, como templos y palacios, y forjaron, en definitiva, los contornos de lo que hoy día conocemos como la ciudad.
Otro, es el “descubrimiento” del pensamiento racional, de la razón, opuesto al atávico pensamiento mítico –en tres partes separadas del planeta, en Grecia, en China y en la India, sin que supieran unos de otros, pero en la misma época: alrededor del siglo V antes de Cristo (el famoso tiempo-eje de Jaspers)– que, a través de un sinnúmero de movimientos filosóficos, en los que se destacaron grandes filósofos como Platón, Aristóteles, Lao-Tse, Confucio y Buda, diseñó o reveló entre otras cosas: el estado de derecho, la igualdad ante la ley, la idea de progreso y la ciencia; se esbozó ahí, en definitiva, la forma en la que hoy día pensamos y en base a la cual vivimos.

Este esquema de la historia universal, reduccionista por cierto, sirve quizás más para ilustrar principios que para constatar hechos; principios que se podrían comprobar en los hechos si tuviéramos las herramientas adecuadas –si la razón o la ciencia no fueran tan limitadas–, pero que también se pueden inferir o intuir o presentir.
Estos principios, Bienestar General, Propiedad Privada y Estado de Derecho, son nuestras grandes conquistas –más que descubrimientos pareciera que nosotros hemos sido descubiertos por ellas; o, en otras palabras, tienen ese grado de infalibilidad que tienen las leyes de la naturaleza–; son tremendos avances en la historia: nos proveen de “mejor calidad de vida”, de seguridad y de justicia, respectivamente, pero con un costo que quizás ya sea hora de poner en la balanza: restringen (o, al revés, favorecen y garantizan, según donde se ponga el hincapié) un principio que es el más básico de todos, el primero y más importante: la Libertad.

Hoy día en que el Estado de Derecho se renueva, materializado en una nueva constitución, hoy día en que los señores constituyentes tienen en sus manos la llave para abrir o cerrar puertas, para establecer más o menos restricciones, más o menos Estado, más o menos intervención o intromisión o control u opresión o estructura o sistema o reglamento, esperamos –con un hilo de optimismo, porque este en verdad podría ser el mínimo común de cualquier posible acuerdo– que se garantice, por sobre todas las cosas, la libertad; puesto que lo contrario, no hacerlo, es ciertamente nefasto: Está suficientemente comprobado en la historia, en los hechos criminales y sangrientos, por ejemplo, del siglo XX; en los innumerables proyectos mesiánicos e ideológicos (socialistas, fascistas, totalitaristas, etc.), promovidos y operados muchas veces por tontos y borrachos convencidos –convencidos vaya a saber uno de qué idea atolondrada y maniática de la sociedad–, adictos tanto a su propia y sesgada verdad como al poder y, por lo tanto, capaces no solo de restringir la libertad, sino de manipular, subyugar, reprimir, violentar, encarcelar y matar. Ante estos hechos horribles y despreciables (¿estamos de acuerdo con este diagnóstico?), que no deberían repetirse, la nueva constitución, la “carta fundamental”, tendría que minimizarse hasta quizás simplemente una sola palabra: LIBERTAD.

¿Acaso no está escrito en nuestro código genético este nuevo e insólito, aunque primordial y originario, “descubrimiento”?