“La antipolítica no supone ser apolítico”, escribió en PAUTA este reconocido periodista radicado en Madrid que participa en prestigiosos medios de comunicación y que, a partir de esta edición, tendremos el honor de tenerlo en revista Socios. “También puede decirse que es una reacción contra la mala política (la tradicional) o la ausencia de esta”, afirma.
Una de las cuestiones más interesantes de la Convención Constitucional será el tratamiento que el nuevo texto constitucional dé a los partidos políticos. Una asamblea nacida de una votación que rechazó ampliamente a los partidos tradicionales deberá considerar si estos tendrán un lugar y cuán relevantes serán en el Chile del futuro. La elección de solo 50 militantes de partidos políticos entre los 138 escaños no indígenas (un 36%) ha sido celebrada como un triunfo de la ciudadanía, pero perfectamente podría ser visto como un éxito de la antipolítica.
No hay una definición canónica de antipolítica. El término ha sido utilizado intensamente en Italia y en España para referirse a grupos populistas como el Movimiento 5 Stelle (M5S). Su sentido literal es estar contra la política, especialmente la que desarrollan los partidos. Pero la antipolítica no supone ser apolítico. También puede decirse que es una reacción contra la mala política (la tradicional) o la ausencia de esta.
El término también ha sido utilizado en la filosofía política. Hay abundantes estudios sobre la antipolítica a partir de autores como Carl Schmitt –al que la izquierda ha puesto casi tan de moda en el Siglo XXI como el desaparecido Jaime Guzmán lo puso en la década de 1970– y Michel Foucault. Sobre todo en Argentina se le ha prestado mucha atención al concepto de antipolítica a partir de los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, pero esto excede los términos de esta columna, así que solo haré esta enunciación.
Sí es muy pertinente, en cambio, la reflexión del filósofo Fernando Savater en su libro ¡No te prives! (Ed. Planeta, 2014) sobre el auge de la antipolítica tras la crisis financiera de 2008: “Antes de la crisis, la gente (especialmente los más jóvenes) blasonaba de no interesarse por la política, y después de su estallido muchos salieron a la calle para proclamar las fechorías de los políticos que nos engañan y manipulan: o sea, antes tuvimos mayoría de apolíticos y luego buen número de antipolíticos, pero ciudadanos políticos (es decir, auténticos ciudadanos), que son los que hacen falta, eso por lo visto es más difícil de conseguir en número suficiente”.
Los antecedentes históricos de la antipolítica chilena en los últimos 50 años son muy ricos. Por un lado, están los numerosos problemas de participación política que se han dado desde 1990 y que han concluido en una Convención elegida por apenas el 43,5% de la población. Por otro, los partidos políticos no han sido bien tratados. Fueron culpabilizados por el régimen militar de la destrucción de la democracia en 1973 y la polarización social fue entendida “schmittianamente” como resultado de la colonización partidista de la sociedad. (Hoy, cuando la polarización ya no se atribuye solo a los partidos, quizá, se debería revisar críticamente este punto). Como consecuencia de ello, su reflejo en la Constitución de 1980 está teñido de recelo y sospecha. Basta comparar dos procesos constituyentes divergentes como el español y el chileno, que sin embargo coinciden en el tiempo, para entender esto.
Los constituyentes españoles, tras una dictadura que había durado casi cuatro décadas, comprendieron que los partidos políticos habían quedado debilitados. Pero entendían, por el contexto europeo, que su función era esencial para la democracia. El resultado fue el artículo 6 de la Constitución española que prácticamente bendice a los partidos: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.
La Constitución chilena no dedica un artículo específico a los partidos, pero su visión negativa está recogida en los artículos 18 y 19. Es significativo el comienzo de este último artículo donde se advierten los deseos de establecer limitaciones a la acción de los partidos antes que a favorecer su papel: “Los partidos políticos no podrán intervenir en actividades ajenas a las que les son propias ni tener privilegio alguno o monopolio de la participación ciudadana…”.
Pero, además, la transición a la democracia en Chile no fue una etapa en la que los partidos se reforzaran desde el punto de vista institucional. En diciembre de 1997, el profesor Carlos Huneeus publicó en El Mercurio un artículo titulado ¿Una democracia sin partidos? En él, cuestionaba que en las elecciones parlamentarias del 11 de diciembre de ese año los partidos políticos prácticamente habían desaparecido de las campañas: “El retraimiento de los partidos y el protagonismo individual de los candidatos afectan el normal desarrollo político del país, que debe girar en torno a la construcción institucional y no a la personalización de la política”.
El artículo del profesor Huneeus era extraordinariamente certero respecto de lo que ocurriría con el sistema de partidos chileno. La Convención Constituyente se desarrollará en un ambiente de recelo hacia los partidos, no tan agudo como el que animó a Jaime Guzmán y a los militares en el proceso de elaboración de la Constitución de 1980, pero igualmente crítico. Sin embargo, del mismo modo que la admiración por las ideas de Carl Schmitt ha cambiado de bando desde entonces, las críticas a los partidos ahora proceden fundamentalmente desde la izquierda y desde ese grupo de bordes difuso que se aglutina en la Lista del Pueblo. En mayo pasado, el sociólogo chileno Andrés Kogan Valderrama resumía en un artículo en La Vanguardia de Barcelona los temores de ese sector político: “El peligro obviamente de que los partidos políticos tradicionales recolonicen el proceso institucional constituyente, está siempre presente”.
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