“Usted nos hizo ver que no somos racionales, que somos mamíferos, seres emocionales que usamos la razón para ocultar las emociones con las cuales se dan nuestras acciones. Tenemos que pensar más sobre ese nuestro ’emocionar’, para entender mejor qué nos está pasando como sociedad y evolucionar hacia la colaboración y no la competencia destructiva”.
Estimado profesor:
Me gusta llamarlo “profesor”, como en los viejos tiempos, los tiempos en que los profesores eran considerados referentes fundamentales y se los saludaba con respeto, admiración y cariño. Una parte importante de su pensamiento tuvo su origen en una sala de clases, de la Universidad de Chile, cuando un alumno le hizo una pregunta sobre la vida, una pregunta sobre la cual –usted se dio cuenta– necesitaba pensar y elaborar más para responder bien. Ahí comenzó a forjarse el concepto de “autopoiesis”, tal vez una de las pocas ideas originales que han sido pensadas, creadas en Chile.
En la respuesta de esa pregunta tan esencial (¿qué es el fenómeno de la vida?) tuvo que ver también un alumno suyo, Francisco Varela: fue en estas conversaciones socráticas por los jardines de la Facultad de Ciencias, entre el maestro y el discípulo, donde nació la “autopoiesis”, que tanta vida propia cobraría después, y en tantos ámbitos y disciplinas en el mundo. Me lo imagino como a un Sócrates chileno, con el pelo desordenado, unos zapatos gastados (Sócrates andaba hasta a pie pelado por los arrabales de Atenas) y unos cuadernos llenos de dibujos y gráficos, “con todo su demás volando”, atrapado por la idea, la nueva idea que venía a iluminar lo que hasta entonces estaba en penumbras.
¿Valoramos realmente lo que significan las “ideas” en nuestras vidas? Las ideas tienen energía propia, cobran muchas veces vida propia, toman su propio rumbo y a veces se convierten en armas destructivas (las guerras son “caldos de cabeza contra caldos de cabeza”, decía Nicanor Parra) o, por el contrario, pueden contribuir a mejorar la convivencia entre los seres humanos: tal es el caso de la idea que funda el concepto de “autopoiesis”. Por eso concuerdo con Carla Cordua, quien afirmó que usted no solo había sido un biólogo, sino también un filósofo: hoy la filosofía se hace en esas zonas fronterizas donde la ciencia está descubriendo de manera vertiginosa nuevas dimensiones de lo humano, la naturaleza, etcétera. Kant, Hegel, Nietzsche probablemente serían hoy biólogos, físicos, neurocientíficos.
La ciencia, la hija, la discípula de la filosofía, cobró tanta vida propia que incluso en su seno se responden hoy las viejas y quemantes preguntas que no han dejado de interpelar desde dentro de sí mismo al ser humano: ¿qué es la vida? ¿Qué es el ser? ¿Por qué el ser y no más bien la nada? Usted, un rebelde por esencia, pero un rebelde sereno, desapegado (no un rebelde destructor de los que abundan tantos hoy en día), varias veces se metió en el territorio de los filósofos a enmendarles la plana a los grandes del pensamiento. Como cuando afirmó que la pregunta filosóficamente pertinente que había que hacerse era por el “hacer” y no por el “ser”. Ahí hizo temblar desde los presocráticos hasta Heidegger, invitándonos a liberarnos del peso muerto de una ontología que cargábamos como pesada mochila en nuestros hombros mamíferos.
Usted fue esencialmente libre y pertenece a una generación de chilenos (entre los que están Parra y tantos otros) libertarios: por eso llegó a afirmar que incorporaría entre uno de los derechos humanos más fundamentales el del derecho de cambiar de opinión. Qué bien les haría a tantos dogmáticos sueltos que anda dando vueltas en el mundo y en nuestro país, aquilatar esa afirmación, y entender que nos vamos haciendo, que nos construimos en nuestro devenir y que las falsas lealtades a ideas o creencias van en contra de la esencia de la vida y de lo humano.
También incluyó el derecho de irse sin que nadie se ofenda. Es lo que acaba de hacer usted, profesor: acaba de irse intempestivamente por la puerta de la muerte, y más que ofendernos en realidad sentimos pena de no poder contar con usted en los tiempos que vienen. Necesitamos aprender a conversar. No sabemos conversar. Y usted tenía tanto que enseñarnos sobre eso, sobre el sentido profundo de las conversaciones, de cómo estamos hechos de ellas. Antes de ponernos a discutir sobre el texto constitucional que redactaremos con otros, legítimamente otros –como a usted le gustaba insistir–, debiéramos detenernos un poco en lo que usted reflexionó sobre el lenguaje. El lenguaje era para usted el curso que siguen las interacciones entre dos seres humanos, en ese fluir de coordinaciones conductuales que son finalmente un “ponerse de acuerdo”. Me lo imagino a usted sentado en la Convención Constitucional como el gran coordinador de las conversaciones, una especie de Salomón de las conversaciones, recordando además la importancia del “amor” como emoción fundamental que hace posible nuestra evolución como seres humanos. No el amor como sentimiento, sino como fundamento profundo de nuestra identidad biológica y cultural. Ese “amor” que parece perdimos en Chile hace un tiempo y que hay que volver a construir, si queremos ser de verdad una comunidad y no una suma de pandillas, islas o guetos desconectados entre sí. Ojalá usted sea el referente de esas conversaciones que vienen y no aquellos que entienden la democracia como una guerra.
Usted nos hizo ver, además, que no somos racionales, que somos mamíferos, seres emocionales que usamos la razón para ocultar las emociones con las cuales se dan nuestras acciones. Tenemos que pensar más sobre ese nuestro “emocionar”, para entender mejor qué nos está pasando como sociedad y evolucionar hacia la colaboración y no la competencia destructiva. Ahí de nuevo usted enmendándole la plana a otro pensador y científico, Darwin: no todo es competencia. La colaboración ha sido fundamental en el desarrollo y evolución de la vida. Basta con estudiar el comportamiento de las bacterias, que sobreviven por sus intercambios, mientras nosotros seguimos queriendo llevarnos cada uno “la pelota para la casa”, como niños amurrados, tontamente egoístas y egóticos, mamíferos incompletos que, desde esa deriva negativa de una idea darwiniana, estamos destruyendo el planeta que nos cobija.
Profesor: al terminar esta carta, no puedo pensar que usted cruzó la línea que separa la vida de la muerte. Había todavía tanto qué pensar y sentir todavía, la vida no nos deja de sorprender nunca, la vida como milagro, como pregunta, la vida manteniéndose y reproduciéndose por sí mima, la vida como “autopoiesis”; la “autopoiesis” como danza, como diría Rolando Toro –otro chileno de esa generación de libertarios a la que usted perteneció–. No puedo dejar de pensar en una frase del poeta Federico Hölderlin a propósito de su vida dedicada a pensar la vida: “Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo”. Usted pensó lo más hondo, la hondura siempre sorprendente y milagrosa del vivir, y del vivir con otros.
Me emociona ver que una conversación gratuita (como son las verdaderas conversaciones) hace varias décadas en los patios de una facultad de una universidad pública (esa que Bello dijo que era “donde todas las verdades se tocan”) y que comenzó con una pregunta con la que intempestivamente un alumno sorprendió a un profesor, abrió un camino que todavía no recorremos completo. ¡Qué importante son las preguntas, más que las respuestas! “El preguntar es la piedad del pensamiento”, dijo Heidegger. Veo su cara , profesor, sorprendida, perpleja después de esa pregunta, lo veo dejando la tiza en un borde del pizarrón, lo veo entrando hacia adentro de su mente, gozando con el desafío de pensar en serio y no responder a la rápida, lo veo vislumbrando la unidad de lo vivo y lo humano, la biología y la cultura. Yo creo que usted sigue dándole vueltas a esa pregunta, la danza de la vida y la conciencia no termina, y usted la celebra, usted es la celebración del pensar y del vivir, y también el dar gracias, la gratitud de la vida que somos haciéndonos, sin cesar. Es interesante que en alemán pensar y agradecer sean palabras casi homófonas: “denke” y “danke”. Un poeta del siglo de oro español, Francisco de Quevedo y Villegas, lanzó esta exclamación y angustiosa pregunta: “Ah de la vida… ¿Nadie me responde?” “Sí, don Francisco de Quevedo”, le contesto siglos después al poeta de la angustia por la vida y la muerte: “Hay alguien que respondió y lo hizo en el final de la tierra, en la finis terrae de Chile, el profesor Humberto Maturana, él respondió la pregunta”. Ahora esa respuesta tenemos que aprender a vivirla y bailarla, a encarnarla, ¿o no, maestro?
Suyo, con gratitud, desde mi jardín.
Cristián Warnken conduce Desde el Jardín, en Radio PAUTA, de lunes a viernes desde las 20 a las 20:30 horas. Sintonícelo en la 100.5 en Santiago, 99.1 en Antofagasta 99.1, 96.7 en Viña del Mar/Valparaíso y 96.7 en Temuco. También puede verlo en directo y on demand vía streaming en pauta.cl