Cada uno es distinto: es un mundo único y aparte con características únicas y distintivas. Así como en la naturaleza no hay un caballo igual a otro o no hay un árbol igual a otro o no hay una piedra igual a otra, no hay una persona o sujeto o individuo o ser humano igual
Cada uno es distinto: es un mundo único y aparte con características únicas y distintivas. Así como en la naturaleza no hay un caballo igual a otro o no hay un árbol igual a otro o no hay una piedra igual a otra, no hay una persona o sujeto o individuo o ser humano igual a otro. Y, quizás, al agrupar los distintos objetos en géneros y ponerle nombre a esos géneros: caballo, árbol, piedra, para hacerle más fácil la descripción y el conocimiento a los sujetos, hemos cometido un pecado de origen y hemos reducido la posibilidad de conocer “a ciencia cierta” tal caballo, tal árbol o tal piedra. Porque lo que los hace iguales a sus pares es lo más básico, es el mínimo común denominador, son solamente sus características colectivas y ordinarias. Pero la yegua que monto todos los días, la Caracola, por ejemplo, no tiene nada que ver con ningún otro caballo. Es única. Y el solo hecho de pronunciar su nombre produce en mí, como sujeto con su propio y único espacio y tiempo, sensaciones e impulsos neurológicos distintos al enciclopédico nombre de caballo. Y lo mismo con el árbol de mi casa o con la piedra que me regaló mi hija. Por lo tanto, no hay una persona/objeto igual a otra o quizás, dicho de otro modo, lo que importa de tal o cual persona, de ti o de mí, es lo que las distingue, lo que las hace únicas.
En los miles de años que esta especie (desafortunadamente encasillada en el calificativo especie), lleva viviendo en este planeta (desafortunadamente encasillado en el calificativo planeta) –¿unos cien mil? aunque, dicho sea de paso, comparado con los 4,5 billones de este, no somos más que un pestañeo– no hay o no ha habido y seguramente no habrá, una persona que ni siquiera se le parezca un poco a, por ejemplo, el Flaco Murillo: es único, como lo es, y vaya que lo es, mi vecina o el Chino; y qué decir de Claudio Bertoni o la Lucía Santa Cruz… Cada uno es un mundo infinito de posibilidades que desafortunadamente encerramos en casillas y etiquetas igualadoras, para no conocerlos realmente, para reducirlos y simplificarlos, para que no nos afecten, para que no nos alteren nuestra vida, también simple y reducida, digámoslo, y miedosa y pusilánime también.
¿Y en verdad se podría llegar a creer que hay quienes quieran igualarse o parecerse a otros? ¿Tener lo que tienen otros? La igualdad es un ideal falso que hoy día, además, se está usando para engañar e ilusionar, para hacerle creer a los incautos que es un bien mayor, cuando en verdad los están convirtiendo a ellos mismos en mercancía o en moneda de cambio. Y es que somos adictos a los ideales, como adictos somos a las certezas o a cualquier otro opioide, y nos están vendiendo la idea de la igualdad como quien vende pastillas, para aumentar el rating de los matinales o para vender publicidad en las redes sociales o para que los políticos sumen adeptos, y no les importa (quizás no se dan cuenta) que al final están generando más frustración y más miseria.
La autenticidad, que solo la libertad permite, contraria a la igualdad, es lo que nos salva, es lo que nos eleva por sobre la indigencia y por sobre la muerte. Conocerse a uno mismo, como decía el oráculo, es a lo que vinimos: no solo a ser felices, no solo a ser ricos, no solo a ser influyentes o a verse bien y tener una linda señora, no, en definitiva, a ir tras ideales homogéneos como si fueran la última chupada del mate, inconscientes de la propia originalidad y potencia.
Pero cuando hablan del ideal de igualdad, ¿de qué se trata? ¿Igualdad para quién? ¿Igualdad para los más débiles, para los más desposeídos, para los más pobres? En verdad, la igualdad es el ideal de la codicia y de la mediocridad, del resentimiento y de la envidia. Una cosa es colaborar para sacar a compatriotas de la pobreza, de la ignorancia y de las enfermedades, por falta de recursos o por falta de capacidades para generar recursos, y otra muy distinta es aprovecharse de esta buena voluntad y escalar en acciones de venganza y de rapiña.
La idea de igualdad apunta, en la práctica, a: 1.- repartirse la plata, aún cuando haya quienes produzcan más y otros menos, o 2.- definitivamente, a hacer que todos seamos más pobres, para que nadie se “sienta”. Y este engaño, este fraude, hay que denunciarlo: Yo lo denuncio porque las grandes decisiones, la nueva Constitución por ejemplo, no pueden estar coartadas o manipuladas por esta especie de dictadura de la mediocridad o de la roñosería, por este poder vengativo e indignado que se ha atribuido la masa absurdamente también manipulada y convencida.
Mi propuesta: Libertad, Distinción (o diferenciación u originalidad o autenticidad; en ningún caso igualdad) y Decencia (no se puede pedir mucha fraternidad si en verdad hay un montón de insensatos bien distintos a mí o con valores muy distintos a los míos, pero a los que, en público, en la calle, por lo menos respeto y saludo: en una de esas, aunque no creo, el insensato soy yo).